Jorge N. Ferrer / Sandra Bravo*
14 de febrero de 2020. El mundo celebra a través del consumo masivo de productos en forma de corazón el día del amor por excelencia: San Valentín. Una oda al amor romántico, heterosexual y monógamo. Un mes más tarde, España se preparaba para el inicio de un estado de alarma del que hace muy poco nos despedimos. Una pandemia mundial por coronavirus nos obligó a encerrarnos en casa, a solas o con nuestro núcleo más cercano, a saber, la familia de sangre o la pareja. Pero, ¿qué pasa con las personas que vivimos en familias escogidas o que nos relacionamos de manera no monógama? ¿Quién piensa en nosotras?
Cuando las cosas se ponen feas y se toman decisiones políticas al respecto, ocurre siempre lo mismo, que quien las toma recurre a la idea de “normalidad” para definirlas. Esto es, se decide desde un pensamiento monógamo y heteropatriarcal que excluye a muchas personas, como suele pasar con cualquier normatividad impuesta socialmente o aceptada sin mayor dosis de pensamiento critico.
La distancia social, es decir, la ausencia de contacto físico, ha sido uno de los grandes protagonistas de estos días; cogida de la mano con el miedo, que se asegura –al menos en parte- de que nos tomemos las recomendaciones sanitarias en serio. No obstante, cuando nos repiten constantemente que debemos tener el mínimo contacto posible con otras personas, pero nuestros vínculos más íntimos son múltiples, ¿qué hacemos? ¿Debemos escoger a uno de ellos? ¿O no hacerlo, pero vivir en una paranoia constante de un mayor riesgo de contagio?
Cuando se toman decisiones políticas, se decide desde un pensamiento monógamo y heteropatriarcal que excluye a muchas personas, como suele pasar con cualquier normatividad impuesta socialmente o aceptada sin mayor dosis de pensamiento critico.
En realidad, el miedo al contagio afecta a todo tipo de relaciones, no solo a las poliamorosas o no monógamas en general. Pero al ser leídas por la sociedad –erróneamente- como personas especialmente promiscuas, nos encontramos en el punto de mira. Como sucedió con la epidemia del VIH en la década de los 80, parece lógico pensar que los grupos políticos y religiosos más conservadores intentarán promover campañas públicas anti-promiscuas y a favor de la pareja monógama. Es probable que todo ello, sumado al pánico social, incremente el estigma hacia las relaciones no monógamas y las minorías sexuales, como ya ocurrió con el colectivo gay a raíz de la crisis del SIDA. De hecho, ya podemos observar esta tendencia en Corea del Sur, donde la derecha protestante está echando la culpa de la propagación del coronavirus a la comunidad LGBTQ+.
Estos miedos y campañas podrían tener su efecto y poner en pausa las relaciones no monógamas, pero esta asociación entre poliamor y mayor riesgo de enfermedad es un tanto falaz por varios motivos. En primer lugar, porque la monogamia real la práctica muy poca gente (solo hace falta echar un vistazo a las tasas de infidelidad para comprobarlo) y, en segundo lugar, porque no necesariamente hay tanta diferencia entre el número de contactos sociales que puede tener una persona monógama y una poliamorosa. Por ejemplo, una persona monógama soltera con una gran vida social que esté quedando cada día con un grupo de amigos diferentes, ¿corre menos riesgo que una persona poliamorosa que solo se reúne con sus tres relaciones actuales y poco más? Una persona monógama casada con alguien que trabaja en un hospital, ¿se halla más segura que una persona poliamorosa cuyas amantes sólo salen de su casa para ir a un supermercado cercano siguiendo las medidas de seguridad recomendadas? ¿No será que el grado de riesgo de infección no está necesariamente supeditado al número de amantes (uno o muchos), sino a los riesgos que tomen las personas con quien una intime?
Por otro lado, se sigue presuponiendo que las personas no monógamas somos más promiscuas o que tenemos relaciones sexuales con todos nuestros vínculos, algo que no es necesariamente así; a diferencia de la monogamia, donde el sexo es un factor sine qua non para la existencia de una relación. En todo caso, de pausarse, tal “interrupción” en las relaciones sexuales no monógamas sería algo meramente temporal. ¿Por qué? Para empezar, porque la covid-19 no es una ITS. El celibato no te exime de ella, porque puede transmitirse a través de la saliva y la cercanía física, con gestos tan poco “obscenos” como compartir un vaso o conversar cara a cara sin mascarilla. Además, al igual que con las ITS, algunas personas podrían optar por obtener información respecto a la salud de otra persona antes de intimar con ella (resultados negativos de la prueba del coronavirus, por ejemplo). Como con otro tipo de posibles infecciones, cada persona valorará el grado de riesgo al que quiere exponerse y, una vez haya vacunas disponibles, nada parece justificar que se abandonen estilos de vida no monógamos.
¿No será que el grado de riesgo de infección no está necesariamente supeditado al número de amantes (uno o muchos), sino a los riesgos que tomen las personas con quien una intime?
Es muy probable que, tras meses de distanciamiento social, muchas personas sientan una necesidad de contacto íntimo físico y emocional mayor que antes. Ya se sabe que en tiempos de incertidumbre y pánico social generalizado, aumenta la pulsión sexual, el número de contactos íntimos o incluso la actividad sexual sin protección; un fenómeno llamado «sexo por terror». Esto sucedió, por ejemplo, en Nueva York tras los atentados del 11 de Septiembre de 2001, lo que llevó a terapeutas sexuales conservadores a desalentar las prácticas sexuales no normativas. El 4 de abril de 2020, la revista Wired UK informaba no sólo del aumento de las ventas de Viagra, píldoras del día después, condones y juguetes sexuales durante la pandemia, sino también del aumento de actividad en webs de citas, incluyendo una diseñada para personas que buscan affaires extramatrimoniales.
En todo caso, aunque la historia nunca define completamente los acontecimientos futuros, siempre es recomendable tener en cuenta sus lecciones. La crisis del SIDA aumentó la consciencia sobre el sexo más seguro, pero no supuso el fin de la promiscuidad ni consiguió borrar a la comunidad gay del mapa, por mucho que se la estigmatizara y culpara al respecto desde los sectores más conservadores. Es más, la difusión y popularización del poliamor (y otras formas de no monogamia ética) tuvo lugar después de la epidemia del SIDA. Por tanto, es razonable esperar que la “nueva normalidad» incluya una continuación—y tal vez incluso una expansión—de nuevas formas de relación no monógamas.
De hecho, aunque cueste creer que la especie humana mejorará con la pandemia, lo que sí que hemos tenido estos días es tiempo para la introspección. Ojalá la llamada gran pausa nos lleve a reflexionar sobre lo que está funcionando (y lo que no) en nuestra vida íntima, incluyendo aspectos que damos totalmente por sentados, como que la monogamia es la única opción “correcta” de relación; la forma “sana” y “segura” de vincularnos. ¿Es realmente el poliamor un riesgo añadido en tiempos de coronavirus o quizá lo sea más la desinformación sobre la intimidad y características de las relaciones no monógamas?
En estos tiempos tan extraños ha quedado demostrada la importancia y la necesidad de la solidaridad colectiva -del grupo-, a pesar del aislamiento social impuesto. La pareja monógama como único vínculo al que aferrarnos se queda muy corta cuando las cosas viene mal dadas. Y quizá sea una lección que podamos aprender cuando las cosas mejoren substancialmente. ¿Podría el coronavirus convertirse en un catalizador de una mayor interconectividad humana? ¿Qué pasará con toda la creatividad sexoafectiva virtual a las que nos hemos visto abocadas en este tiempo? ¿Ha venido para quedarse y quizás, en muchos casos, extenderse a vínculos físicos? ¿Ampliaremos nuestra visión de los afectos y la sexualidad o nos conformaremos con una “nueva normalidad” que siga limitándola? Solo el tiempo lo dirá, pero creemos firmemente que ninguna fuerza biológica o sociopolítica puede detener o prohibir algo tan innato como el amor o la sexualidad, con toda su maravillosa diversidad.
Ojalá la llamada gran pausa nos lleve a reflexionar sobre lo que está funcionando (y lo que no) en nuestra vida íntima, incluyendo aspectos que damos totalmente por sentados, como que la monogamia es la única opción “correcta” de relación; la forma “sana” y “segura” de vincularnos
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Jorge N. Ferrer, PhD., es profesor titular de Psicología del California Institute of Integral Studies, San Francisco. Para más información, véase: https://en.wikipedia.org/wiki/Jorge_Ferrer
Sandra Bravo es periodista, especializada en la divulgación de no monogamias y sexualidades no convencionales. Es la impulsora del proyecto www.hablemosdepoliamor.com